La luna siempre blanca y gorda gusta ver a la tierra y a sus habitantes como un recuerdo con títeres para entretenerla. Ella antes había sido humana y sabia de las tentaciones humanas y los sentimientos que la vida presentaba, pero ahora siendo inmortal y un astro necesario para el universo, ella conocía más que nadie dentro de la tierra. De esos conocidos un hombre, probablemente uno de los más apuestos que haya visto durante toda su existencia, le llamaba constantemente la atención. Era ni más ni menos que el único hijo del mismísimo demonio, el príncipe del reino infernal que tantas religiones describían con odio y agonía. Sin embargo, la luna, que no pertenecía a ninguna religión podía hablar con él sin ningún miedo. Este apuesto inmortal hombre tenía nombre y tenía muchos, pero lo llamaremos Amilcar.
Todos sabemos que la luna adora las apuestas y creo que nos sobra decir que el príncipe de las tinieblas el vicio también lo persigue. Así mismo la colosal luna bajo a uno de los miles infiernos y solicito al joven. Amilcar se presento siempre seductivo representando en cada parte de su cuerpo lo que representaba su mundo. Quedo impactado que la luna en su forma humana bajara a lo más bajo que se podía llegar dentro de la imaginación para verlo únicamente a él. Sin perder tiempo, el astro reto al joven a demostrar sus poderes tentativos y su naturaleza conocedora de todo pecado y susurro indeseable, los cuales según ella no eran tan grandes como lo describían los demonios. El joven algo molesto por la negación de su capacidad dijo que estaría dispuesto a recuperar su personalidad ante ella pero que no lo haría sin una recompensa. La luna que ya tenía todo meditado por anticipado, sonrió coqueta como en sus tiempos de mortal y le dijo al lujurioso hombre “Si logras cumplir lo que te digo, me uniré sin ninguna condición a tu colección de mujeres”. La recompensa hizo sonreír malvadamente a Amilcar y acepto sin si quiera preocuparse por el reto. A continuación la luna hablo “ He buscado por todo el planeta para encontrar en las calles más pobres de Turquía a una mujer joven que tendrás que enamorar” hizo una pausa y continuo “repito que tendrás que enamorar a la muchacha y no solamente acercarla por una noche, ella tendrá que amarte todo tu” . Amilcar empezó a reír, pensaba que él siendo el hombre más hermoso y teniendo todo lo que jamás alguien desearía seria un reto demasiado fácil y tendría en sus aposentos a la hermosa y brillante luna en un triz-traz. Acepto.
No tardo mucho en aparecer un palacio en Turquía, de lo más lujoso, lleno de oro, sirvientes, cocineros, miles de habitaciones y jardines bastos de colores y aromas que nunca desaparecerían ni con el más fuerte invierno. Sentado ahí en una especie de trono de madera estaba Amilcar quien se hacía pasar por un príncipe que venía a buscar esposa. Ya sabrán la fila de mujeres que se le fue a hacer afuera de las enormes puertas del Tíbet que protegían el palacio de intrusos indeseables (como si él no pudiera deshacerse de ellos con solo chasquear los dedos) y no les mentiré diciéndoles que con cada una de ellas probo buscar lo que la luna le pedía y tal vez algo más…pero bueno que podíamos esperar. Pero la mujer no se presento, lo supo por que la luna le había dotado con un retrato de ella, era una mujer de ojos negros, pelo obscuro y rizado y vestida en harapos que anunciaban casi a gritos su pobreza. Así fue como el joven se arreglo a si mismo cambiando el color de sus ojos, la tez de su piel, el cabello y su cuerpo entero para volverse la criatura más deseable que rondara él planeta y al amanecer busco en todo Estambul a la mujer. Busco y busco en mercados, en rincones, en burdeles y en todos los escondites donde podría estar una mujer de su parecer. Amilcar se sentó enfadado por su inutilidad y maldijo todo lo que pudo para entonces encontrarse con Aycel, la mujer que buscaba. Ella se había alarmado desde su especie de choza al escuchar las millones de maldiciones de un hombre y se había asomado por una pequeña ventana para ver quién era. Para Amilcar solo le bastó ver esos ojos curiosos por la ventana para saber que era ella y se dirigió sonriente como el lobo ve a su presa. Toco la puerta como un caballero lo hacía y como él sabía debía de comportarse. Nadie abrió la puerta. Empezó a enfadarse pero mantuvo su compostura y toco de nuevo diciendo “Soy Amilcar he venido a solicitar una charla con usted muchacha de ojos negros y poder así conocer más que solo la hermosa mascara que esconde sus verdadera belleza”. Amilcar se quedo callada, como podía ser que un noble la solicitara de tal manera y sobre todo un noble tan rico y apuesto como este. No confió en abrirle la puerta al principio pero como el joven insistía decidió abrirle. Si tan solo se hubiera dado cuenta de lo que estaba haciendo, de lo que era ese hombre-bestia al que le abría la puerta. Vaya que hombre atrevido era, pero esta vez se controlo así mismo y no se encimo en la mujer. En cambio la invito cordialmente a una cena en el mejor restaurante de Estambul esa misma noche. Al principio la mujer lo tomo como broma y después se pusó más seria en el asunto y acepto advirtiendo que no tenía un solo vestido para ponerse para tal ocasión. El vanidoso príncipe sintió la urgencia de decirle que de todas maneras no soportaría usar un ajuar con él tanto tiempo, pero de nuevo se resistió y dijo que mandaría a sus mejores sastres en unas horas para probarle vestidos a su medida. La mujer se sintió abrumada.
Finalmente Amilcar se fue y como prometió, mando a unos sastres jóvenes a probarle a la mujer millones de vestimentas. Mientras tanto el heredero del inframundo soñaba con la piel blanca de la luna entre sus recios brazos. Pronto llego la hora en que Aycel llegaría. La mujer llego con un vestido rojo largo que le quedaba a la perfección y resaltaba una belleza que desaparecían los pingajos que antes traía puestos. Amilcar habrá sido un hombre conocedor de encantos pero les puedo asegurar que este le atrajo un poco más que el de la luna al menos por un instante. Al sentarse en la mejor mesa del preferible restaurante la conversación empezó a fluir. Aycel, era una mujer muy tímida una amante de las artes pero muy pobre y por lo tanto carecía de educación entonces unos detalles de varias cosas no los sabía, sin embargo ella hacía el esfuerzo por aprender. En cambio Amilcar, que no tenía nada de experiencia en el amor, para él solo era un ritual de caricias y cursilerías que llevaban al mismo punto que él podía conseguir con murmurarle a una mujer al oído, estaba dejándose llevar entre sus artes seductivos. Pasaron las horas y entre conversaciones de vida y detalles infames a la mujer le empezó a atraer Amilcar pero esta no se enamoro, como era de esperarse en el mundo real, el amor no llega de una hora a otra, se necesita dedicación y paciencia, dos cosas que el joven no tenia.
Amilcar se enojo tanto de su enojo que se encerró en sus pensamientos toda la noche y toda la mañana para decidirse salir por la mujer al siguiente día. La llevo a pasear, le dedico una que otra melodía, le escucho atentamente y respondió con respeto y caballerosidad, actuaba perfectamente como una mujer quisiera que un hombre actuara, pero cada vez que él quería tocarle el cabello, tomar su rostro, esta se alejaba cortésmente. El hombre estaba tan desesperado y enojado que al cabo de 3 meses de intento y fallas y solo fallas, derrotas de una guerra muy poderosa, llego a conocer a Aycel incluso mejor que el abismo. Sabía sobre su familia, sobre su pobreza, sobre sus gustos, conocía detalle por detalle los lunares en su cara y la mezcla de colores marrones en sus ojos, se sabía de memoria la coreografía de su cabello con el viento y el aroma de su piel al caminar, no había nada que el joven no supiera de ella. Aun que no había ningún contacto físico, ninguna palabra de amor en el aire departe de ella y Amilcar se empezó sentir inútil. Como último intento decidió llevarla al centro de Estambul, a uno de aquellos mercados que ella adoraba apreciar con la mirada y esta vez no intento nada de lo que sabía del amor, nada, absolutamente nada, se quedo simplemente escuchando como una estatua romana al aire italiano. Pero algo pasó; Aycel, quien secretamente había guardado sus sentimientos por un extraño pensamiento en su cabeza que advertía algún tipo de peligro constante, decidió acercarse al supuesto príncipe que había intentado con toda su alma cortejarla estos últimos meses y lo besó. Amilcar era un hombre que tenia experiencia en las sensaciones de placer, en los pecados y en millones de coas más, pero en toda su eternidad no había sentido algo igual. Unos dicen que el amor lo tomo por sorpresa y que por un instante lo único que le importo fue ese momento.
Amilcar volvió a su palacio, camino dando vueltas durante muchos días, no podía dejar de pensar en Aycel, en su piel, en sus ojos, en su pelo, en toda ella tanto física como mental. No podía dejar de analizar ese sentimiento, esa sensación que sintió cuando ella lo besó, él había besado a todas las mujeres del mundo, él incluso había disfrutado de los mejores tiempos de Afrodita, había tocado la piel de Venus, había pasado muchas noches con Ishar, había saboreado los labios de Inanna y había apreciado la belleza de Hathor, pero no pudo resolver el enigma. Pasaron los días y Aycel empezó a buscarlo, mandaba cartas al palacio, lo buscaba entre los rostros del pueblo, preguntaba por él en los mercados y tiendas de la alta y baja sociedad, pero nada. Sin embargo ahí estaba Amilcar, vigilándola muy de cerca, todas las mañana y las noches, apreciando el aroma a avellanas turcas que solo se encontraba escondido entre su vestido, apreciando a la mujer que él amaba. Amar, era una palabra que quemaba sus oídos y su naturaleza, pero así era, la amaba y el poder sentir este sentimiento mortal lo hizo incarse de dolor todas las noches. También le dolía a Aycel no saber del hombre que la había enamorado completamente y lloraba todos los días de la semana, sufría con el pensamiento de que él había odiado su beso y no quería verla jamás. Al enterarse de esto, decidió que si amor iba a ser su tortura que al menos no fuera la de ella. Decidió volver a verla.
La llamo con la carta más formal a venir al palacio a cenar, sería la primera vez en que el palacio se abriría a alguien del exterior. La recibieron unos hombres de color fornidos que le abrieron la puerta y la miraron con una expresión fría que la hizo temblar un poco. La guiaron lentamente por pasillos muy oscuros en los que ni ella misma podía ver la palma de su mano al acercársela a la cara. Llegaron a un salón donde había una extendido comedor de madera con dos sillas en ambas cabeceras, en una sentado Amilcar con una pierna doblada para que la rodilla quedara al nivel de su hombro y el otro pie colgando de los brazos de una especie de silla trono la miraba diferente a antes. Aycel se sentó en la silla que le correspondía y apenas y podía ver a su hombre entre el banquete sin fin que los dividía. Ella fue la única que comió y el siguió viéndola. Cuando ella termino de comer con un silencio perturbador, finalmente se digno a hablar el joven con voz clara y suave como siempre:
-Aycel- le dijo mirándola con más compasión por un mínimo segundo- No es posible para mi dejarte sufrir por una mentira, no puedes llorar por una farsa, no puedes agonizar por mí.
Aycel lo miro confundida.
- Las noches que has lamentado mi ausencia con lagrimas son puras mentiras- continuo al verla confundida.- Tu no me conoces.
Aycel soltó una risita pensando que era broma, ella lo conocía según lo que ella pensaba en su inocente mentecita de hija de Eva. Pero de repente Amilcar desapareció de su silla y reapareció en una decima de segundo justo detrás de Aycel y le murmuro al oído:
-Pero quiero que me conozcas, que sepas de mi y que tu decidas.
Le recorrió un escalofrió por toda la espalda y las luces de las velas se apagaron y el cuarto quedo a oscuras. Ella quería gritar pero su pánico fue interrumpido por el encendimiento de unas extrañas luces rojas que emanaban del suelo de una fuente desconocida, parecían llamas. Empezó a sonar una música de extraños ritmos y bailando en el infinito comedor aparecieron mujeres bailando una danza rifeña, llenas de tatuajes y monedas en sus trajes negros. Pero estas mujeres tenían algo más, aparte de ser muy bellas tenían escondidos entre su sonrisa colmillos más grandes que los de un lobo y unos ojos fríos como el hielo. Aycel se asustó y las mujeres bajaron de la mesa para tocarla y bailarle, intentaron morderla en varias ocasiones y ella se levantaba frenéticamente de la silla. Aycel salió espantada de la habitación y corrió sin rumbo entre los lóbregos corredores para llegar a una habitación más iluminada. Era una habitación llena de oro y joyas, todos los tesoros que alguna vez un reino quiso encontrar estaban ahí, montañas y montañas de riquezas. La mujer se vio interesada en un collar brilloso que se posaba delicadamente en el centro de la habitación y se acerco a él. Cuando intento tomarlo, detrás de ella mientras algo le acariciaba la cabellera escucho:
-Todo lo tengo, lo que quieras te lo pueda dar
Al voltear no vio a nadie y su pánico resurgió en el alma y volvió a la huida. Esta vez llego a un cuarto oscuro lleno de vitrinas y en estos hombres de toda raza, vigorosos y majestuosos posaban tranquilos sin verla. Una ligera luz empezó a iluminar sus espaldas y largas sombras se empezaron a formar en las paredes, eran sombras espantosas, como la sombra de una gárgola gigante. Aycel volteó a ver a los hombres de nuevo y para su sorpresa las vitrinas habían desaparecido y él cuarto se había vuelto negro. De las sombras de la obscuridad salió Amilcar, bien arreglado como siempre y sin decir una palabra abrazo a su amada de la espalda y la beso como alguna vez ella lo hizo. La reposo en uno de sus brazos mientras le besaba el cuello y el principio de su vestido, le tocó el vientre y las curvas que tanto adoraba. Frenó y miro los ojos de lo que pudo haber tenido:
-Perdóname Aycel
La mujer lo miro tapándose la boca y con los ojos húmedos negó con la cabeza mientras retrocedía. Ella había comprendido lo que era aquel hombre y le causaba pavor. El olor a hombre que antes apreciaba ahora se había vuelto en un azufre insoportable, los ojos que antes miraba con ensueño ahora eran inexpresivos, la belleza masculina que la excitaba la hacía vomitar ahora, el hombre que antes amaba ahora era cenizas para ella. Lo que más la aterro fue que su hombre no había cambiado en lo absoluto, si no que solo decidió decirle la irrefutable verdad. Siguió retrocediendo y Amilcar triste la miro correr de nuevo, la dejo ir. No volvió a visitarla, no volvió a hablarle, pero si volvió a verla, Amilcar se quedo fingiendo ser mortal durante muchos años más, hasta que Aycel murió por vejez. No salió de su palacio en todos esos años y Aycel nunca se casó. Amilcar siguió siendo lo que era en un principio, no cambio y su secreto de amor se quedo entre él y la luna que lo veía todas las noches suspirar de dolor al ver a la mujer lejos de él. Amilcar se quedo limpio de vicios y pecados en la longevidad de su dilecta Aycel y no fue hasta su fallecimiento en que él volvió a su colección de doncellas, siguió deseando a la luna, pero nunca más la cuestionó ni jugó con ella y nunca volvió a sentir el sentimiento que él llamaba “divino” el cual solo alguna vez una plebeya turca le hizo sentir.
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